Nota.- Este relato será leído y comentado en "Onda Latina" el próximo lunes, día 29 de los corrientes, en el espacio "Salón de lectura".
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Siempre oímos decir en casa, al
abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas
mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande,
rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos
agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La
finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los
grandes bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba
a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la
carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en
aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas,
fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres
vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con
moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía
extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo
menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no
es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre,
muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino,
para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos
llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y
debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se
nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto
parecía tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado
-nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con
la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de
color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el
campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy
callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba
molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar
de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el
abuelo, mi hermano mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede
contar con él.
Verdaderamente no creo que
entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos
atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los
Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba
con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de
las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un
capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a
armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que
era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano,
sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos
a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis
vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta
las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó
Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la
roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a
nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes
cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos
perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho
llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra
parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas
de la vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se
llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le
seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía
probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que
maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo
inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se
hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía
mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le
quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío...
A “Chu” le adorábamos todos, y
confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos”
intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se
venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo
de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba
quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano
pequeño-. Vaya un pavo ese...
Y, la verdad, a qué negarlo, nos
roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos
llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-.
Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde
que no lo encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le
preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero
que se enteren...
Al decir esto último se puso algo
colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-.
Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya
he recorrido toda la finca...
-Pues afuera -contestó mi
hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos
ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le
estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y
nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la
chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos
que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy
orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén
y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos
seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y
silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a
Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos
en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían
cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis
venir?
Bernardino avanzó, esta vez
delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz
sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a
correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también
corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a
“Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos
empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le
habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos
recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y
vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente.
Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino
-dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de
piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo
sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el
junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto...
¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de
Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado.
También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño
empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste
-dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino.
Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos
extrañados. No había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con
malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos,
y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento
pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se
la dio.
De momento, Mariano y los otros
se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego
nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos.
Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le
hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por
algo.
-No queremos tus dineros -dijo
Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano
le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de
cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en
vez del chucho...
Todos miramos a Bernardino,
asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a
sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos
los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos.
Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano).
Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un
momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque...!
Se le tiraron encima y le
quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le
marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó
las manos a la espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo
y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y
dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo
sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos,
redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho
daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor.
Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y
bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes.
(“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de
sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy
pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna
resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a
Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se
alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A
pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su
pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a
“Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego,
Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos
de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y
los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba
sosegado y tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos
atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba
contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el
momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al
muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los
mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto
entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.
1 comentario:
Genial, sencillamente genial.Bye...Jaime Saíz
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