CARTA ABIERTA/10
Por una tierra sin
condenados
En medio de las grandes esperanzas, sucede
nuevamente el penoso acontecer de la sangre derramada. El asesinato de
Cristian Ferreyra es un hecho de inconmensurable gravedad. Afecta
nuestras vidas no sólo porque nuestras vidas son de por sí afectadas por una
memoria bien conocida, sino porque en cada una de estas muertes inocentes surge
a bocanadas el signo de una historia irresuelta e injusta.
Son muertes inocentes no porque en estos
luchadores no haya alguna vez un hierro candente en la mano o un puño que se
cierre sobre una piedra. Son inocentes porque son muertes que nos siguen
diciendo que una porción enorme de la historia argentina, ni siquiera en esta
época propicia, consigue tener un balance templado y equitativo. Esta época no
ha sido esquiva en generar justas reparaciones. Por el contrario, sus políticas
tienen el signo de una cabal apuesta por la ampliación de la igualdad. Por ello
mismo, debe ser propicia para mencionar estos hechos que le son extraños o
anómalos.
Ferreyra es un nombre que surge de un
anonimato tranquilizador, pero es el nombre de las cosas referidas al hierro,
que de repente nos recuerda que somos mortales, seres precarios, que sólo
tenemos nuestra muerte para representar toda una época entera con un fogonazo
inesperado. Vivimos en ese sentido, todavía, en una época de hierro o con
disyuntivas de hierro. Ferreyra, que era un militante de un movimiento
social de autodefensa campesina, representa una larga historia.
Es una historia que remonta por lo menos al
siglo XVII, donde las comunidades indígenas cuyos nombres nos son vagamente
familiares o desconocidos –cacanes,
calchaquíes, ologastas, lules, vilelas,capayanes, famaifiles, fiambalás, colozacanes, andalgalás, quilmes, pacciocas-,
podían entrar en guerra entre sí, aliarse de diversas maneras a los españoles o
protagonizar sangrientos levantamientos que el ejército de los colonos
españoles reprimía con saña, pero no sin esfuerzo. Es así que en
1632 el caciqueChemilyin pone sitio a ciudades importantes de
La Rioja desviando el curso vital de los ríos, y pone cerco a la ciudad de
Londres, llamada así en homenaje a la esposa de Felipe II, que era inglesa. Son
historias lejanas, que se hablan con nombres extraños y pronunciados en otros idiomas.
Pero el secreto de la historia, es que siempre
es lejana hasta que un hecho de sangre acerca todo un material que parecía
perdido para alimentar una acostumbrada brutalidad, que es milenaria y es
también de nuestros días. Cristián Ferreyra habla de las modernas
luchas por la tierra y habla también de luchas muy antiguas. No es necesario
que imaginemos un pasado pulcro e incontaminado. La guerra y la violencia
imperaban entre etnias cercanas, que podían unirse con el español o aliarse
contra él. Por eso, sin una noción de lejanía indiscernible y heterogeneidad
sorprendente no nos podremos hacer cargo de esa historia. Y debemos hacernos
cargo hoy en un sentido reivindicativo respecto a la justa tenencia de las
tierras campesinas, el respeto de los bosques y la crítica a una expansión
agraria a fuego y escopeta.
Sabemos que esa historia llega hasta nosotros,
pero no llega de cualquier manera, sino a través de muchos cortes, disoluciones
y desvíos. Llega a través de un hilo frágil e impuro, porque no es una historia
de purezas ni de identidades contundentes. Pero llega de una forma dramática
cuando ocurre un asesinato, y vuelven nombres que los siglos parecían haber
acallado. Son campesinos que tienen su tierra amenazada. Son los campesinos en
los que resta aún un filamento étnico muy antiguo. Surge el nombre de la
etnia lule, vinculada ahora al moderno problema de las tierras. Son
nombres que reaparecen cuando actúan el capanga, la policía rural dominada por
las peores lógicas de los empresarios, pequeños o grandes de la tierra,
vinculados a una irresponsable clase política; son nombres de pueblos y de
lenguas muchas veces extinguidas, o con pobres vestigios que llegaron hasta
nosotros, como los sanavirones,
los tonicotes, los diaguitas, que en muchos casos conocían rudimentos de
metalurgia, como parte de la gran civilización del maíz y del zapallo, del
algarrobo y del chañar.
Algunas de ellas son palabras legadas por estas culturas, otras provienen
del nombre que le sobrepuso el idioma que hablamos a otros idiomas que se han
perdido, pero vuelven a tocar nuestras puertas con un mensaje inequívoco, donde
pueblos antiguos que se llamaban de modos que hoy ya no son audibles, vuelven
por lo suyo bajo una denominación genérica que estamos en condiciones de comprender
muy bien. Porque es el pueblo argentino, hecho de la fusión de miles de otros
pueblos, y que se elige ahora con ese nombre también para señalar que la
expresión pueblo argentino, entre tantas otras significaciones, es
un resumen de tareas pendientes, reformas sociales profundas, esperanzas en una
nueva sociedad.
Tiene que ser en esta época y no en una próxima
estación nebulosa e indeterminada, que se solucione el problema de tierras en
la Argentina y que se consideren los planes agroalimentarios no como sinónimo
de desbaratamiento de los montes sino de soberanía alimentaria. Es un
problema multisecular, que queda en penumbras hasta que un asesinato lo
ilumina. Del mismo modo, el asesinato de Mariano Ferreyra iluminó como una
chispa al costado de las vías, la realidad oscura de la tercerización. La
superposición de nombres es casual, la acumulación histórica de los problemas
no lo es.
En ciertos aspectos, muchas comunidades
campesinas del país son ahora contemporáneas de los encomenderos, de la mita y
del yanaconazgo. Pero también son contemporáneas de las grandes utopías
arcaicas, como el regreso al ayllu, a la Nación Calchaquí o el Reino de
los Quilmes, que forman parte de un lenguaje posible pero quizás reacio a
ver las grandes herencias de injusticia reparadas a la luz de los que les debe
ahora la nación moderna. No obstante, hay que decir que la expansión de la
frontera sojerano es sólo una forma de la economía sino también puede ser en
estos casos la expansión de la propiedad por la sangre.
La avidez de un capitalismo depredador, la
irresponsabilidad de inescrupulosos empresarios que siquiera son grandes
propietarios, vive su medioevo de conquista con esbirros que eligen el camino
del victimario porque saben que ellos son también víctimas potenciales. El gran
capitalismo agropecuario tiene su mirada en la Bolsa de Chicago, en las
operaciones políticas de gran escala, en los secretos de los gabinetes químicos
que perfeccionan la semilla transgénica, nuevo padrenuestro de una
teología que sin tener santidad tiene a Monsanto, mientras empresarios
voraces, pioneros cautivos de un clima de mercantilización de todas las
relaciones humanas, se comportan como forajidos de frontera, escapados de otra
época, pero tiñendo de una agria tintura este momento histórico que aunque les
es heterogéneo, caen en la incongruencia de querer apropiarlo.
Cada vez que recibimos noticias infaustas, como
la muerte de un miembro de la etnia Quom, de las muertes del Parque Indoamericano
o las que corresponden al Ingenio Ledesma, parecen hojas lejanas de periódicos
escritos por un alucinado que equivocó la periodicidad histórica. Pero no, son
hechos que oscurecen nuestro presente, este mismo presente promisorio, con una
lógica única e implacable: son una estructura de procedimientos insociales.
Corresponden a una epistemología completa de negocios que mantiene cerrado el
acceso democrático y posible a la tierra tanto rural como urbana, que comienza
con genéricos intereses que podrán hablar de “sociedad del conocimiento” o
“biocombustibles” mientras una disputa por 17 hectáreas de una
empresa que posee 160 mil, causa tres muertes. Recordemos aquella ocasión:
murieron dos ocupantes de tierras, uno de ellos apellidado Farfán y un policía,
también Farfán, sin parentesco con el anterior. Hay una doble certeza aquí.
Primero, la insensibilidad de los nuevos y grandes negocios que han tomado a la
vieja industria de la caña de azúcar, que es un caso que tiene diferencias con
la soja, pero muchas semejanzas, generando un capitalismo que fabrica combustibles
con lo que anteriormente se producían materias primas alimenticias, que en el
aspecto de las relaciones laborales reitera muchas conductas de la época de
Patrón Costas. Y segundo, que las luchas por la tierra, tan viejas como la
historia de la humanidad, enfrenta a pobladores con policías patronales, en
escaramuzas lamentablemente muy frecuentes, donde mueren los hijos de la
tierra, extrañados de ella ya sea porque son expulsados por los sicarios de la
nueva renta agraria en complicidad con jueces o mandos policiales y políticos,
o porque deben vestir el uniforme de los que son enviados a la primera fila de
la represión. De allí que los más viejos apellidos de la historia de estas
tierras puedan llegar a matarse entre sí, como parte de una oscura astucia de
la razón capitalista.
Debe darse fin a esta situación con una nueva
ley de tierras ecuánime y democrática, que las mida con los teodolitos de la
justicia social, esos mismos teodolitos que empleó el ingeniero Raúl Sacalabrini
Ortiz y más atrás en el tiempo, el ingeniero Germán Ave Lallemant, ingenieros
sociales y medidores de tierras al servicio de los pueblos. Una ley que frene
la especulación, reconozca los derechos de los antiguos pobladores y cree una
nueva conciencia colectiva respecto a una productividad que se equilibre con la
naturaleza y no que la deprede sistemáticamente. No es aceptable que crímenes
que ya asumen un carácter serial, no tengan adecuado tratamiento por el hecho
de que en su ramificación ostensible, afecten a miembros de las clases
políticas que mientras juegan con ademanes clientelistas, con una
prestidigitación complementaria, protegen los grandes o medianos negocios con
las brigadas policiales que deberían cuidar el usufructo equitativo de la
tierra.
Ya muchas organizaciones sociales, políticas y
de derechos humanos, como el Cels, elMovimiento Evita y La Cámpora se
han pronunciado. Las muertes que puntúan este período político, más dolorosas
porque son en éste y no en otro, son alusiones de sangre a problemas
irresueltos de la misma estructura histórica de este pedazo universal de tierra
que llamamos Argentina. Algunos son problemas recientes, como los que
provinieron del desguace ferroviario y la conversión en vidas precarias de
miles de trabajadores que comenzaron a llamarse precarizados. La Argentina
no puede ser un país que fabrique vidas precarias mientras habla de nuevas
posibilidades tecnológicas.
Otros problemas tienen una complejidad propia
de la escena que sabemos interpretar y festejar como propia de un horizonte nuevo.
Los dilemas entre la gestión de Aerolíneas, que apoyamos, y la acción de
estamentos laborales cristalizados, es un tipo de conflicto nuevo que debe
contar también con nuevas definiciones. El ámbito que afirma y acoge hoy a
millones de esperanzas en el cambio debe llevar a una sociedad más justa y
despojada de sus viejas ataduras de coerción, que también tiene su correlato en
toda clase de trabazones mentales.
No es fácil darle nombre al tipo de sociedad
que queremos, y ciertamente, ese nombre nuevo aparecerá cuando se pronuncie
colectivamente, en el interior de la conciencia de miles y miles de personas, y
en el interior de un gran autodescubrimiento colectivo. Por el
momento, tenemos que pensar que cada uno de estos conflictos dirige nuestra
atención a cuestiones urgentes: a darle facultad soberana territorial a los
movimientos sociales que expresan viejas reivindicaciones campesinas, alargando
la mirada sobre los problemas de subsistencia de poblaciones enteras cuando la
lógica del agronegocio no tiene contenciones; y por otro lado, a
crear un horizonte político que con más sabiduría pueda intervenir en
conflictos como el de Aerolíneas, donde viejas fuerzas reaccionarias siguen al
acecho, esperando demostrar que una generación nueva no es apta para gestionar
en altos niveles de responsabilidad política y tecnológica. Pero esa capacidad
ya ha sido demostrada, ahora hay que demostrar entre todos que cuando decimos
que hay cosas que faltan, no sólo se trata de problemas conocidos o deducibles
de lo que quedó pendiente de un trayecto anterior. Lo que falta no es un
problema de restas y sumas, sino de imaginación política. Son problemas que
muchas veces no tienen definición adecuada en nuestro lenguaje y que no se
descubren tan magnánimamente ante nuestra supuesta destreza política. Son
problemas que aparecen muchas veces, desdichadamente, bajo el rostro del
asesinato social, comprimidos en los pliegues históricos mal ensamblados del
país, como placas tectónicas que se desacomodan y que apenas nos dejan ver un
hecho de sangre, que significa mucho más que la crónica policial con la que
muchos intentan encubrirlo.
Al principio de la esperanza no lo asegura
ninguna ley ni está escrito con marcas de hierro por la historia. Vive apenas
en la imaginación colectiva y es frágil, aunque cuando se reconoce en millones
tiene la fuerza de un llamado. A partir de allí comienza la política, dándole a
la gestión y a las tecnologías las virtudes de un frente social novedoso que
las recubra con los contenidos de eticidad de las democracias avanzadas, y si
estas definiciones sirven, será para poder pensar e inscribir en nuestra
esperanza de cambio, tanto a la defensa de la empresa pública de aeronavegación
como a los condenados de la tierra.
21 de noviembre de 2011
Carta enviada por Juano Villafane
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