DIEGO A.
AYALA
TERAPIA
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Qué demonios te pasa, cómo
diablos entraste.
- No lo sé.
- Por qué diablos no tocas antes de entrar.
El temblor en sus manos acompañaba el sudor constante
de la adolescencia.
-Te ves bien.
- Se supone que tengo que decir algo.
- No lo sé, gracias tal vez.
- Eres un imbécil Warren.
- Gracias. Lo ves no es tan difícil – se miró las uñas
y murmuró algo inentendible.
- Por qué no me dices qué diablos quieres.
- Follar
- Me estás jodiendo.
- No, pero espero hacerlo… pronto.
- Por qué demonios no te largas con tu maldito palo de
tres centímetros.
- Eso no es necesario.
- Qué…
- No digas... no digas eso por favor - se tomó la
cabeza, arañándose el cabello, el temblor y los guiños regresaron.
- Eso eres, eres un maldito imbécil con un palo de
tres centímetros.
- Cállate, cállate, ¡cállate!
- O qué, qué vas a hacer pendejo.
- ¡Haz que las luces se vayan! ¡Por favor haz que las
luces se vayan!
- ¿Qué?
- ¡Jarrón!
Se
acercó, esclavo del sopor subrepticio, no era más que un chiquillo de dieciséis
años con acné y horribles ojeras, pero la vida ya lo había lastimado de formas
que ella nunca entendería. Sacó el puñal que tenía en los calzoncillos y le
rebanó la garganta en un canto a la velocidad, la sangre de la enfermera que
cobrara diez por una chupada y veinte
por una cogida manchó el mono blanco, se tomó la cabeza hundiendo las uñas en
las sienes, el dolor volvía, cuánto dolor, hasta que los ojos ardan como
canicas al rojo vivo y la cabeza palpite como motor fuera de borda, lo peor
eran las luces, las luces que no se iban.
- ¡Haz
que se vayan! ¡Ten piedad haz que se vayaaaan!
Salió
pitado del área de descanso, resbaló con una de las bandejas que la enfermera
cargaba antes de su encuentro y cayó de bruces lastimándose el puente de la
nariz, la sangre amortiguó el poder de las luces y eso hizo que las pulsaciones
y el temblor disminuya. Sin luces no hay dolor, sin luces no hay dolor.
- Si no
veo las luces, no hay dolor, no duele si no veo las luces… -entonces las luces
volvieron y así lo hizo el dolor.
Necesitaba
ir al cuarto de terapias, él estaba en el cuarto de terapias, cielo santo cómo
dolía, ardía como una patada en la membrana que separa los huevos, como un
perro mordiéndole el pito. Dolía… -¡mucho! – gritó y se golpeó la cabeza contra
la pared, el mundo oscureció, un velo de sangre bañó sus mejillas hasta el
mentón, las luces perdieron intensidad. Atravesó tanteando el pasillo, cuando las luces
volvían, se lanzaba de cabeza a la pared. Ya no caminaba sino que arrastraba
los pies, el mundo no era más ancho que un microscopio con marcos de sangre
parpadeando mil veces por segundo. Con dedos contraídos en garras palpó las
letras de la puerta.
- Doctor
–balbuceó y se embistió la puerta.
Los
goznes crujieron. El doctor esperaba sentado en su sillón de cuero, sonrisa en
el rostro, la misma parsimonia de siempre.
- ¿Y
bien? –preguntó-. ¿Las luces duelen tanto como para que tengas que acallarlas
con golpes?
Sí, quiso
decir el joven y lo único que salió de su boca fue: -ahg…
El doctor
se quitó los anteojos.
- Pues
acabemos con ellas.
…
Las luces
se habían ido, ahora volvía la débil cordura, no era un homicida, era
epiléptico y estaba en una casa de reposo y había… había tenido terapia de
grupo con el doctor… un atisbo de luz bloqueaba el rostro del doctor, no podía
pronunciar su nombre sin que esas jaquecas horribles, diez mil veces peores que
las convulsiones regresen. Vio a la izquierda, Sombra de Dios estaba de pie y
hacia malabares con algo que parecían dedos, miró a la derecha, Susy Suicidio
lloraba y abrazaba una cabeza cercenada, en el centro del salón de terapias el
doctor sonreía confiado, todavía con ese aire compasivo que casi te fuerza a
creer ciegamente.
- ¿Dormiste
bien? Preguntó el alienista.
No pudo
contestar, las palabras no salían, no podían salir.
- Mueve
la cabeza o asiente –dijo histriónico.
Asintió.
- Me
alegra, estábamos esperando que despiertes, el grupo tiene cosas muy
interesantes que compartir… -observó su listado de pacientes-. ¿Señorita
Murray? Señorita Murray, le gustaría compartir.
Susy
suicidio sacudió la cabeza.
- Oh,
vamos, Suz, Suz, ¡Suz! Mírame cuando te hablo, sé buena niña y dinos cómo
estuvo tú día.
Los
labios de Susy temblaron, la chica gimoteó.
- Shh…
Suz, tranquila, estás en un lugar de paz, ¿Por qué no nos hablas de tu muñeco?
Los ojos
de la chica se llenaron de terror, luego de una alegría infantil y estúpida.
- Se…
llama Tim… es un muñeco sucio, sucio y travieso.
- ¿Ah sí?
Y ¿Por qué es un muñeco sucio y travieso?
La chica
agachó la cabeza y dijo en susurros:
- Porque…
hace cosas malas.
- ¿Qué
clase de cosas malas?
- El… - Susy miró insegura de darse a entender, se
mordió el labio inferior y sonrió-. Él se baja los pantalones y nos hace besar
su pipi.
Cassy alcohólica gimió en algún lugar.
- Oh… eso no está bien, en serio Tim hace esas cosas.
Susy asintió.
- ¿Y tú lo has visto?
La chica volvió a asentir.
- Y… alguna vez te hizo… besarle el pipi, Tim me
refiero.
La chica hundió el rostro en sus pechos de limón y
sollozó, al cabo de un rato asintió.
- ¿A qué te supo? Preguntó el especialista.
La chica
estalló en un llanto enfermizo, levantó las manos con las palmas abiertas y
todos pudieron ver las cicatrices perpendiculares en sus muñecas.
-
Responde con una palabra Suz, ¿A qué te supo el pipi de Tim cuando lo chupaste?
Más bien cuando te hizo chupárselo.
- A… a… a
¡a orina! –chilló frenética, las ruinas de lo que alguna vez fue una
adolescente ni más ni menos especial que cualquier otra adolescente se
contrajeron en un rictus horrorizado, lastimero y repugnante a la vez.
- Está
bien Suz, gracias por compartir –el psiquiatra chasqueó los dedos y el rostro
de la chica ensombreció-. Ahora, es turno del señor Stanley. Señor Stanley
quiere hablarnos sobre su altercado con los adictos del piso superior.
- Sombra
de Dios.
- No, no
señor Stanley, según mis papeles su nombre es Eddie Stanley.
- Sombra
de Dios.
- No lo
llamaré así señor Stanley.
- ¡Sombra
de Dios! ¡Sombra de Dios! ¡Sombra de Dios! chilló el enajenado.
- Está
bien, está bien… Sombra de Dios –por primera vez desde que conocía al doctor el
chico lo vio irritado-. ¿Quiere contarnos que sucedió con los pacientes del
piso superior?
- Me molestan –respondió lóbrego Sombra de Dios.
- ¿Cómo?
- Me golpean y… y dicen… dicen que soy… bobo y… y se
lanzan gases en mi rostro cuando me agacho a recoger mis crayones, son… son
unos t-t-tontos.
- Ya veo, pero ya no te van a molestar, o no Sombra de
Dios.
El enajenado sonrió haciendo de sus facciones una
mueca siniestra.
- No… ya no, doctor… ya no… n-n-nunca más. Levantó uno
de los miembros cercenados.
El doctor recuperó la compostura y lanzó una carcajada
que sonó al canto de los somorgujos.
- Me alegra mucho señor Stanley… perdón Sombra de
Dios.
El enajenado rió y relinchó.
- Ahora, veamos que nos cuenta la señora Walters.
Cassy alcohólica gimoteó y sufrió un colapso nervioso,
el doctor tuvo que chasquear los dedos para devolverla a las luces.
- Por qué no continuamos con usted señor Hart… ¿usted
tiene un problema? Cierto.
El chico,
se miró las manos, cubiertas en tierra y grumos de sangre seca, recordó que una
de las cosas que más le costó confesar al grupo de apoyo fue que no se sentía
capaz de complacer a una mujer.
- Sí.
- Y si no
me equivoco, es un problema que involucra a una de nuestras enfermeras… -ojeó
sus papeles–, la que ustedes tan jocosamente han bautizado como la enfermera
zorra.
Asintió.
- ¿Es
esta la enfermera que cobra por practicarles felación?
Tres de
los cinco hombres del grupo asintieron.
- Y bien…
¿qué pasó?
Así que
el chico le contó como solucionó el problema, a mitad de la historia el
especialista se puso de pie, se acercó y le acarició la cabeza.
- Bien,
muy bien mi jarrón. –dijo el psiquiatra y ese enloquecedor brillo volvió a sus
ojos.
Cuando el
chico terminó su historia, el doctor los miró a todos con la expresión de un
padre orgulloso.
- Estoy
eufórico mis jarrones, ¿Por qué los llamo jarrones? -Preguntó cómo el maestro
que sabe que toda la clase sabe la respuesta.
- ¡Porque
estamos vacíos! – espondieron al unísono, hasta los que estaban sumidos en los
pozos sin brillo de la hipnosis.
- Así es…
por eso los lleno y cuando tienen un problema los ayudo a solucionarlos, ¿no es
así mis jarrones?
- ¡Sí! –
respondieron al unísono los ocho pacientes y en sus rostros había devoción,
amor e infinita confianza que el doctor los curaría, los curaría con su
infinita sabiduría.
NOTA.- Este relato no fue incluido en el número 27 de "Pluma y Tintero" (de próxima aparición), porque llegó a destiempo y ya no era posible el añadirlo.
Pueden consultar la biografía del autor picando sobre su foto, o directamente sobre el siguiente enlace:
NOTA.- Este relato no fue incluido en el número 27 de "Pluma y Tintero" (de próxima aparición), porque llegó a destiempo y ya no era posible el añadirlo.
Pueden consultar la biografía del autor picando sobre su foto, o directamente sobre el siguiente enlace:
Ayala, Diego.
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